El Padre más grande de la Iglesia latina, San Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama, incluso por quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él, porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, San Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a Hipona (Argelia), lugar donde era obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que San Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también el papa San Pablo VI:
Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre, por decirlo así, como una
espiritual.
San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como sucede también hoy a muchos jóvenes.
El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad natal y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín.
Precisamente en Cartago San Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones:
(III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la Sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a San Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente los jóvenes.
Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho.. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Cuando tenía alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán
.
En Milán, San Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo
, que había sido representante del emperador para el norte de Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de San Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: San Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto San Agustín se dio cuenta de que la interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Así, tras la lectura de los escritos de los filósofos, San Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de San Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior
Conversión
Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, San Agustín fue bautizado por San Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.
San Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica
Augustinum Hipponensem. El mismo Papa definió ese texto como
«una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión»
San Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo
siguió durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser humano,
para todos nosotros, en la búsqueda de Dios.
También hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el que vive la esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24).
"Mi primera encíclica, Deus
caritas est, la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera
parte, al pensamiento de san Agustín. y he dedicado mi segunda encíclica a la esperanza , Spe
salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro
con Dios". Benedicto XVI
San Agustín define la
oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia
él nuestro corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y
nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios. Sólo ella nos salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto,
para que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran
convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús,
el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la
verdadera vida.
Regreso a su ciudad.
Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se
estableció en Hipona para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa
africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y
comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía
bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la
predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía
llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba
ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona,
cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras y de
los textos de la tradición cristiana, San Agustín se convirtió en un obispo
ejemplar por su incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a
la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la
formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió en uno de
los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: muy activo
en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en
sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente en
la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más en general, en el
cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces
y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que
ponían en peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.
Fe y Razón.
Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni
contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió San Agustín
tras su conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan a
conocer" (Contra academicos, III, 20, 43). A este respecto, son
justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que
expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas ("cree
para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta de la
verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas ("comprende
para creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.
Las dos afirmaciones de San Agustín expresan con gran
eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la que la Iglesia
católica ve manifestado su camino. Históricamente esta síntesis se fue
formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y
el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la
historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores
cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está
lejos: no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de
todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos
ponemos en camino.
San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta
cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al
mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia
intimidad: no hay que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a
ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu
naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que
trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz
misma de la razón" (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación
famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual
escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: "Nos hiciste, Señor,
para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (I, 1,
1).
La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí
mismos. "Porque tú —reconoce San Agustín (Confesiones, III, 6, 11)—
estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de
mi ser" ,
hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo
precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas
yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡Cuánto menos a
ti!" (Confesiones, V, 2, 2).
Precisamente porque San Agustín vivió a fondo este
itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta
claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de
las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran
enigma" (magna quaestio) y "un gran abismo" (grande
profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es
importante: "Quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo,
alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con
Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera
identidad".
El ser humano —subraya después San Agustín en el De
civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza pero antisocial por
vicio, y quien lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y
"camino universal de la libertad y de la salvación".
San Juan Pablo II dice (Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este
camino, que nunca le ha faltado al género humano —afirma también San Agustín en
esa misma obra— "nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie
será liberado" (De civitate Dei X, 32, 2). Como único mediador de
la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella,
hasta el punto de que San Agustín puede afirmar: "Nos hemos
convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus
miembros; el hombre total es él y nosotros".
Según la concepción de San Agustín, la Iglesia, pueblo de
Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo
de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y
en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su
Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la Iglesia,
pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté
verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma San Agustín en una
página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros oramos a
él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; y
nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto, reconocemos en él nuestra
voz y la suya en nosotros".
En la conclusión de la carta apostólica Augustinum
Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los
hombres de hoy y responde, ante todo, con las palabras que San Agustín escribió
en una carta dictada poco después de su conversión: "A mí me parece
que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la
verdad" (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero,
a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones
(X, 27, 38):
"Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva,
tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te
buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas
conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que,
si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi
sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu
fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me
tocaste y me abrasé en tu paz".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó
hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una
Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres,
en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor
que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.
Ultimos días.
Aunque era anciano y estaba cansado, San Agustín permaneció
en la brecha, confortándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la
meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba
de la "vejez del mundo" —y en realidad ese mundo romano era viejo.
En la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro,
legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre
joven. Por eso, hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo,
incluso en un mundo envejecido. Él te dice: "No temas, tu juventud se
renovará como la del águila"» .Por eso el cristiano no debe abatirse,
incluso en situaciones difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los
necesitados.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de
Tiabe, Honorato, el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las
invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia
podía huir para salvar la vida: «Cuando el peligro es común a todos, es
decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no
deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso,
todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse,
no los han de abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio
sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades que
el Padre de familia quiera que sufran» . Y concluía:
«Esta es la prueba suprema de la caridad» .
¿Cómo no reconocer
en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo largo de los
siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La
casa-monasterio de San Agustín había abierto sus puertas para acoger a sus
hermanos en el episcopado que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba
también Posidio, que había sido su discípulo, el cual de este modo pudo
dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con
fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano
aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a
la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más
irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una
adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los
salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo.
Cuanto más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía
el obispo moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le molestara
en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los
presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los
momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida.
Su voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se
dedicaba a la oración» .
Murió el 28 de agosto del año
430: su gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.
Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó
a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de
mujeres llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus
superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y
de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios
su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo
encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
En San Agustín, que nos habla, que me habla a mí, que te habla a vos joven, en sus
escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de
Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver
que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual,
porque Cristo es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad
y la vida. De este modo San Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo
siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.
Obras
San Agustín es, además, el Padre de la Iglesia que ha dejado
el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: "parecía imposible
que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida".
Algunos de los escritos de San Agustín son de fundamental
importancia, no sólo para la historia del cristianismo, sino también para la
formación de toda la cultura occidental: el ejemplo más claro son las Confesiones,
sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más leídos todavía hoy.
Él mismo las revisó algunos años antes de morir en las Retractationes
y poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el Indiculus
("índice") añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de San
Agustín, Vita Augustini. La lista de las obras de San Agustín fue
realizada con el objetivo explícito de salvaguardar su memoria mientras la
invasión de los vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza
mil treinta escritos numerados por su autor, junto con otros "que no
pueden numerarse porque no les puso ningún número".
Posidio, obispo de una ciudad cercana, dictaba estas
palabras precisamente en Hipona, donde se había refugiado y donde había
asistido a la muerte de su amigo, y casi seguramente se basaba en el catálogo
de la biblioteca personal de San Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas
cartas del obispo de Hipona, y casi seiscientas homilías, pero estas
originalmente eran muchas más, quizá entre tres mil y cuatro mil, fruto de
cuatro décadas de predicación del antiguo retórico, que había decidido seguir a
Jesús, dejando de hablar a los grandes de la corte imperial para dirigirse a la
población sencilla de Hipona.
En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y
de algunas homilías ha enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de
la Iglesia. "Muchos libros —escribe Posidio— fueron redactados y
publicados por él, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia,
transcritas y corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para
interpretar las Sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos de la
Iglesia. Estas obras —subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras
penas un estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a
conocerlas" (Vita Augustini, 18, 9).
Entre la producción literaria de San Agustín —por tanto, más
de mil publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos,
doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, además de
las cartas y homilías— destacan algunas obras excepcionales de gran importancia
teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las Confesiones,
antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400 para
alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de diálogo con
Dios. Este género literario refleja precisamente la vida de San Agustín, que no
estaba cerrada en sí misma, dispersa en muchas cosas, sino vivida esencialmente
como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con los demás.
En el latín cristiano desarrollado por la tradición de los
Salmos, la palabra confessiones tiene dos significados, que se
entrecruzan. Confessiones indica, en primer lugar, la confesión de las
propias debilidades, de la miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones
significa alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la
luz de Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias porque Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia
sí mismo.
Sobre estas Confesiones, que tuvieron gran éxito ya
en vida de San Agustín, escribió él mismo: "Han ejercido sobre mí un
gran influjo mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las
vuelvo a leer. Hay muchos hermanos a quienes gustan estas obras" Gracias a las Confesiones podemos seguir, paso a paso, el
camino interior de este hombre extraordinario y apasionado por Dios.
Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy
importantes son, también, las Retractationes, redactadas en dos libros
en torno al año 427, en las que San Agustín, ya anciano, realiza una labor de
"revisión" (retractatio) de toda su obra escrita, dejando así
un documento literario singular y sumamente precioso, pero también una
enseñanza de sinceridad y de humildad intelectual.
De civitate Dei, obra imponente y decisiva para el
desarrollo del pensamiento político occidental y para la teología cristiana de
la historia, fue escrita entre los años 413 y 426 en veintidós libros. La
ocasión fue el saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410. Muchos
paganos de entonces, y también muchos cristianos, habían dicho: Roma ha
caído, ahora el Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden proteger la ciudad.
Durante la presencia de las divinidades paganas, Roma era caput mundi,
la gran capital, y nadie podía imaginar que caería en manos de los enemigos.
Ahora, con el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no parecía segura. Por tanto,
el Dios de los cristianos no protegía, no podía ser el Dios a quien convenía
encomendarse. A esta objeción, que también tocaba profundamente el corazón de
los cristianos, responde San Agustín con esta grandiosa obra, De civitate
Dei, aclarando qué es lo que debían esperarse de Dios y qué es lo que no
podían esperar de él, cuál es la relación entre la esfera política y la esfera
de la fe, de la Iglesia. Este libro sigue siendo una fuente para definir bien
la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia, la grande y verdadera
esperanza que nos da la fe.
Este gran libro es una presentación de la historia de la
humanidad gobernada por la divina Providencia, pero actualmente dividida en dos
amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la historia, la
lucha entre dos amores: el amor a sí mismo "hasta el desprecio de
Dios" y el amor a Dios "hasta el desprecio de sí mismo", (De
civitate Dei, XIV, 28), hasta la plena libertad de sí mismo para los demás
a la luz de Dios. Este es, tal vez, el mayor libro de san Agustín, de una
importancia permanente.
Igualmente importante es el De Trinitate, obra en
quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana, la fe en el Dios
trino, escrita en dos tiempos: entre los años 399 y 412 los primeros doce
libros, publicados sin saberlo san Agustín, el cual hacia el año 420 los
completó y revisó toda la obra. En ella reflexiona sobre el rostro de Dios y
trata de comprender este misterio de Dios, que es único, el único creador del
mundo, de todos nosotros: precisamente este Dios único es trinitario, un
círculo de amor. Trata de comprender el misterio insondable: precisamente
su ser trinitario, en tres Personas, es la unidad más real y profunda del único
Dios.
El libro De doctrina christiana es, en
cambio, una auténtica introducción cultural a la interpretación de
la Biblia y, en definitiva, al cristianismo mismo, y tuvo
una importancia decisiva en la formación de la cultura occidental.
Con gran humildad, San Agustín fue ciertamente consciente de
su propia talla intelectual. Pero para él era más importante llevar el mensaje
cristiano a los sencillos que redactar grandes obras de elevado nivel
teológico. Esta intención profunda, que le guió durante toda su vida, se
manifiesta en una carta escrita a su colega Evodio, en la que le comunica la
decisión de dejar de dictar por el momento los libros del De Trinitate,
"pues son demasiado densos y creo que son pocos los que los
pueden entender; urgen más textos que esperamos sean útiles a
muchos" (Epistulae, 169, 1, 1). Por tanto, para él era más útil
comunicar la fe de manera comprensible para todos, que escribir grandes obras
teológicas.
Sí, también a nosotros nos hubiera gustado poderlo escuchar
vivo. Pero sigue realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de
este modo vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su
vida.
Oh gran Agustín,
nuestro padre y maestro!,
conocedor de los luminosos caminos de Dios,
y también de las tortuosas sendas de los hombres,
admiramos las maravillas que la gracia divina
obró en ti, convirtiéndote en testigo apasionado
de la verdad y del bien,
al servicio de los hermanos.
Al inicio de un nuevo milenio,
marcado por la cruz de Cristo,
enséñanos a leer la historia
a la luz de la Providencia divina,
que guía los acontecimientos
hacia el encuentro definitivo con el Padre.
Oriéntanos hacia metas de paz,
alimentando en nuestro corazón
tu mismo anhelo por aquellos valores
sobre los que es posible construir,
con la fuerza que viene de Dios,
la "ciudad" a medida del hombre.
La profunda doctrina
que con estudio amoroso y paciente
sacaste de los manantiales
siempre vivos de la Escritura
ilumine a los que hoy sufren la tentación
de espejismos alienantes.
Obtén para ellos la valentía
de emprender el camino
hacia el "hombre interior",
en el que los espera
el único que puede dar paz
a nuestro corazón inquieto.
Muchos de nuestros contemporáneos
parecen haber perdido
la esperanza de poder encontrar,
entre las numerosas ideologías opuestas,
la verdad, de la que, a pesar de todo,
sienten una profunda nostalgia
en lo más íntimo de su ser.
Enséñales a no dejar nunca de buscarla
con la certeza de que, al final,
su esfuerzo obtendrá como premio
el encuentro, que los saciará,
con la Verdad suprema,
fuente de toda verdad creada.
Por último, ¡oh san Agustín!,
transmítenos también a nosotros una chispa
de aquel ardiente amor a la Iglesia,
la Catholica madre de los santos,
que sostuvo y animó
los trabajos de tu largo ministerio.
Haz que, caminando juntos
bajo la guía de los pastores legítimos,
lleguemos a la gloria de la patria celestial
donde, con todos los bienaventurados,
podremos unirnos al cántico nuevo
del aleluya sin fin.
Amén.
Autor: Iván Benítez - Coordinador Dk4