Santo Domingo de Guzmán nació en Caleruega en el año 1170, pequeña localidad de la actual provincia de Burgos (España), perteneciente por entonces a la diócesis de Osma. Miembro de una familia de santos, su padre, don Félix de Guzmán, es reconocido en la Iglesia como Venerable. Su madre, Juana de Aza, es venerada como Beata. Su hermano Antonio es Venerable y su hermano Manés, que se unió a Domingo cuando éste fundó de la Orden de Predicadores, también fue beatificado.
De los siete a los catorce años, bajo la preceptoría de su tío que era arcipreste en Gumiel de Izán, Gonzalo de Aza, recibió esmerada formación moral y cultural. En este tiempo, transcurrido en su mayor parte en Gumiel de Izán, despertó su vocación hacia el estado eclesiástico.
No quiero estudiar sobre pieles muertas
Más tarde, para ampliar su formación, le enviaron al Estudio General de Palencia. Allí estudió artes liberales y a continuación se entregó durante cuatro años al estudió teología. El estudio directo de la Palabra de Dios produjo en él tal impresión que “comenzó a quedarse pasmado en contacto con la Sagrada Escritura”.
Estudiaba con tal avidez y constancia que pasaba casi las noches sin dormir. Pero su amor a la Palabra de Dios no se quedó en el terreno de la especulación intelectual, sino que trataba de poner en práctica lo que escuchaba o estudiaba.
Se cuenta que mientras estudiaba en Palencia se desencadenó en casi toda España una gran hambre. Entonces Domingo, “conmovido por la indigencia de los pobres y ardiendo en compasión hacia ellos, resolvió con un solo acto, obedecer los consejos del Señor, y reparar en cuanto podía la miseria de los pobres que morían de hambre” . Con este fin vendió los libros que tenía, aunque los necesitaba, y todo su ajuar y distribuyó el dinero a los pobres, diciendo:
“No quiero
estudiar sobre pieles muertas, y que los hombres mueran de hambre”.
Domingo en Osma (España)
Su fama llegó a oídos del obispo de Osma, Martín de Bazán, quien le llamó e hizo canónigo regular de su iglesia. Pronto fue nombrado sacristán del Cabildo catedralicio, que entonces era un puesto importante, y más tarde subprior. Ya entonces pasaba los días y las noches en la iglesia dedicado a la oración.
En Osma trabó una amistad muy profunda con Diego de Acebes, conocía muy bien la Escritura y poseía un amor tan centrado en Dios. En 1201 sucedió a Martín en la sede episcopal de Osma. Dos años después el rey Alfonso VIII de Castilla le envió como embajador a Las Marcas para concertar el matrimonio de su hijo con la hija de un noble escandinavo. En este viaje llevó consigo a Domingo. Para ambos esta experiencia les abrió nuevos horizontes, pues entraron en contacto con la realidad del sur de Francia dominada entonces por la herejía.
Hacia el año 1205 Diego de Acebes fue a Roma para visitar al Papa Inocencio III y presentarle la renuncia como obispo y pedirle autorización para ir a evangelizar a los cumanos. Domingo heredará este deseo de ir a evangelizar a los cumanos.
Al sur de Francia
Hacia el año 1206 Diego decidió fundar un monasterio para albergar a mujeres nobles de familias católicas. Para ello adquirió en Prulla, cerca de Fanjeaux, la iglesia de Nuestra Señora, que se encontraba en mal estado y no se había seguido usando. En torno a ella se construyó el monasterio. Cuando volvió a España a comienzos de 1207, dejó como vicario a Domingo. Diego murió ese mismo año mientras estaba en España.
Durante los diez años de apostolado en el sur de Francia, Domingo fue reuniendo poco a poco a su alrededor un grupo de misioneros entre los que no existía ningún vínculo jurídico; estaban unidos a él libremente y podían marcharse cuando quisieran. Llevaba muy metido en su corazón el deseo de la salvación de todos. Y para ponerlo en práctica arriesgó su vida, pues su actividad molestaba a los herejes. Estos hicieron lo posible para desacreditarlo, poniéndolo en ridículo y riéndose de él. También intentaron matarlo.
Sus enemigos estaban admirados de su valentía. Tanto su valentía como su amabilidad lo hacían muy peligroso a los ojos de los herejes. Como el obispo Diego, Domingo estaba convencido de que había que vencerlos con sus propias armas, es decir, con una austeridad de vida tal que ni ellos mismos pudieran igualar.
El Origen de la Orden de los Predicadores
Hacia 1215 sus ideas se fueron perfilando y su proyecto de fundar una Orden de predicadores aparecía en su mente con mayor claridad. En estos momentos compartió su proyecto con dos de sus grandes amigos: Fulco, obispo de Toulouse, y el conde Simón de Montfort, quienes le apoyaron desde el primer momento. Al entrar en Toulouse dos ciudadanos ofrecieron sus personas y sus bienes para comenzar la fundación: Pedro Seila, hombre rico, y un cierto Tomás, que más tarde se convirtió en un gran predicador.
Desde entonces fray Domingo y sus compañeros comenzaron a habitar por primera vez en esta ciudad. Al principio la Orden tenía carácter diocesano, pero Domingo quería abrirla al mundo, cosa que sólo era posible con la aprobación del papa. La ocasión se presentó cuando el obispo Fulco fue convocado para asistir en Roma al IV concilio de Letrán e invitó a Domingo a acompañarle. Juntos fueron a pedirle al papa Inocencio III que bendijera el proyecto.
Los padres del concilio, asustados por la multiplicación abusiva de reglas religiosas, decretaron que no se aprobase ninguna Orden nueva. Ese decreto iba directamente en contra del proyecto de fray Domingo.
Relación entre dominicos y franciscanos
Cuenta la tradición
que, mientras Domingo estaba en Roma, el Papa Inocencio III tuvo una visión o
sueño en el que ocurría lo siguiente: Vio a Cristo suspendido en el aire y en
actitud de arrojar sobre el mundo tres lanzas que tenía en su mano debido a la
corrupción que reinaba en la tierra.
La Virgen María viendo a su hijo en tal
estado exclamó:
¡Hijo mío!, ¿Qué vas a hacer? Ten compasión de la humanidad.
Voy a proporcionarte dos siervos fieles que lucharán para someter al mundo a tu
voluntad.
Cristo contestó a su Madre:
Quisiera que me presentaras a esos dos
hombres.
La Virgen presentó a Domingo de Guzmán y a Francisco de Asís a Cristo, él entonces dijo:
En efecto estos son verdaderos
siervos míos. Estoy seguro que pondrán gran empeño en hacer lo que has dicho
Madre.
Al día siguiente después de la visión y estando Domingo en la iglesia de Roma, coincidió con Francisco en misa. Los dos se abrazaron y besaron, y Domingo le dijo:
‘Tú eres
mi compañero; conmigo recorrerás el mundo. Establezcamos entre nosotros un
compromiso de colaboración. Seamos fieles a Cristo, y no habrá adversario que
pueda vencernos.’
De allí data la tradición de que, en la fiesta de San Francisco, los dominicos se reúnen con ellos y celebran la Eucaristía, y de la misma manera, los hermanos Franciscanos en la fiesta de Santo Domingo. Los hijos espirituales de ambos, asumieron que la amistad entre los dos santos, significaba la unión fraternal de ambas órdenes religiosas en su primera, segunda y tercera ramas.
La aprobación de la Orden
Al despertarse lo mandó y le ordenó que fuera al encuentro de sus hermanos y que eligieran una regla antigua que fuera la más favorable a su instituto.
Cuando Domingo regresó a Toulouse se encontró con que su joven familia se había multiplicado. Ahora eran en torno a dieciséis frailes. De común acuerdo eligieron la Regla de San Agustín.
Cuando Domingo regresó a Roma el Papa Inocencio III ya había muerto. Su sucesor, Honorio III, aprobó la Orden de los Frailes Predicadores en sus dos bulas del 22 de diciembre de 1216 y aprobó igualmente sus dos elementos esenciales: el estado canonical y la predicación. Hasta entonces no existía una sociedad de predicadores estable y libre de toda limitación jurídica. Esta novedad suscitó numerosas dificultades al principio. La idea de predicación universal provenía de Domingo, a quien entonces en el sur de Francia llamaban “el Maestro de la Predicación”.
Dispersión de los frailes y presencia en las
universidades
Al año siguiente, en 1217, en la fiesta de Pentecostés, Domingo comunicó a sus frailes la decisión de dispersarlos. Tal decisión preció una locura tanto a sus amigos como a los mismos frailes, pensaban que la dispersión acabaría con la Orden. Sin embargo, Domingo permaneció firme en su decisión y respondió a quienes no estaban de acuerdo diciendo:
“¡No me contradigáis! Sé muy bien lo que hago”.
Domingo se preocupó de que sus frailes se formaran bien, enviándolos a las Universidades con el objetivo de que su predicación fuera más eficaz. A partir de esta dispersión comenzó para Domingo una época de viajes continuos, a pie, a través de Francia, Italia y España visitando los conventos y poniendo las bases de nuevas fundaciones. En Roma trabó una profunda amistad con el cardenal Hugolino, quien al ser elegido papa (Gregorio IX), apoyó enérgicamente a la Orden.
Muerte de Domingo
El viernes 6 de agosto de 1221, fiesta de la Transfiguración del Señor, rodeado de sus hijos, entregó su último suspiro. Su buen amigo, el cardenal Hugolino, que se encontraba por aquellos días en Bolonia, presidió personalmente el oficio de sepultura en presencia de muchas personas que estaban convencidas de la santidad de vida del “Padre de los Predicadores”. Fue también el cardenal Hugolino quien, más tarde, siendo papa le canonizó (1234). Pronto se despertó la devoción en la gente sencilla que acudía a orar ante su tumba o a depositar exvotos en acción de gracias por las curaciones de las que se había beneficiado mediante su intercesión.
Iconografía
Santo Domingo de Guzmán ha sido representado a lo largo de la historia por los mejores artistas de cada época. Cada uno lo ha hecho según su estilo, pero utilizando siempre los elementos identificativos del fundador de la Orden de Predicadores.
Cada símbolo representa una faceta fundamental de la vida de Domingo y del carisma que puso en marcha en la Iglesia: la estrella nos habla de la luz de la fe que quiso transmitir a aquellos con los que se encontró; el libro de la importancia fundamental que para Santo Domingo tuvo el estudio de la Palabra de Dios y de las ciencias humanas; el perro con la antorcha de su misión como predicador; la azucena de su pureza de vida.
El bastón aparece como elemento iconográfico en la miniatura última de los modos de orar, en la escena en que aparece Domingo como peregrino.
Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero, que impulsa incesantemente a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización: de hecho, Cristo es el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo lugar tienen derecho a conocer y amar. Y es consolador ver cómo también en la Iglesia de hoy son tantos —pastores y fieles laicos, miembros de antiguas Órdenes religiosas y de nuevos movimientos eclesiales— los que con alegría entregan su vida por este ideal supremo: Anunciar y dar testimonio del Evangelio.
¡Oh glorioso patriarca Santo Domingo!, gloria de España, amparo de la fe y fundador de la sagrada orden de los Predicadores. Tu nacimiento fue lleno de prodigios divinos, tu niñez amable, tu vida admirable, tu doctrina más del cielo que de la tierra, con la cual, y con los ejemplos de tus heroicas virtudes e innumerables milagros que el Señor obró por ti, convertiste a la fe católica a innumerables herejes, reformaste las costumbres extraviadas de los fieles, instituiste una orden de varones apostólicos que sustentase la Iglesia que amenazaba ruina, y llevase por la redondez de la tierra la doctrina del Evangelio, resistiese a los enemigos de la fe y fuese sol y luz del mundo.
Yo te ruego y suplico, ¡oh padre santísimo!, que me alcancéis la gracia de aquel Señor que te adornó de tantas y tan grandes gracias y virtudes, para que yo te imite en la pureza de mi alma y cuerpo, y en aquella ardentísima caridad con que tan amablemente llorabas los pecados ajenos y te castigabas por ellos, y quisiste ser vencido por rescatar el hijo de la viuda, y deseaste y procuraste ser mártir por el Señor; y aquella profundísima humildad y menosprecio del mundo, en la penitencia, en la mortificación de mis pasiones, en la oración y devoción a la Santísima Virgen nuestra Señora, que tu en tan sublime grado tuviste, para que siguiendo tus pisadas con tu favor, sea partícipe de tus altos merecimientos y de la corona que tu posees en el cielo.
Yo te ruego y suplico, ¡oh padre santísimo!, que me alcancéis la gracia de aquel Señor que te adornó de tantas y tan grandes gracias y virtudes, para que yo te imite en la pureza de mi alma y cuerpo, y en aquella ardentísima caridad con que tan amablemente llorabas los pecados ajenos y te castigabas por ellos, y quisiste ser vencido por rescatar el hijo de la viuda, y deseaste y procuraste ser mártir por el Señor; y aquella profundísima humildad y menosprecio del mundo, en la penitencia, en la mortificación de mis pasiones, en la oración y devoción a la Santísima Virgen nuestra Señora, que tu en tan sublime grado tuviste, para que siguiendo tus pisadas con tu favor, sea partícipe de tus altos merecimientos y de la corona que tu posees en el cielo.
Amén.
Nominamos a: Cesar Cuenca - Coordinador del Decanato 3 para el siguiente #SANTOSCHALLENGE
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