domingo, 17 de mayo de 2020

36) San Lorenzo de Brindis

San Lorenzo de Brindis



Sacerdote capuchino, nació en Brindis y murió en Lisboa. Fue una persona superdotada, a quien Dios concedió cualidades intelectuales extraordinarias.

Infatigable y elocuente predicador, escritor erudito, ocupó, además, todos los cargos en su Orden y desempeñó graves y delicadas misiones diplomáticas por Europa. En su vida de piedad destacó su fervorosa celebración de la misa y su filial devoción a la Virgen. Juan XXIII le dio el título de "Doctor Apostólico".

En 1559 nació en Brindis Julio César Rossi y Massella, de padres nobles y ricos. A los cuatro años ya tenía caprichos muy distintos de los caprichos ordinarios de los otros niños de su edad y condición. El capricho fue vestir el hábito de los religiosos Conventuales de San Francisco, y andar por las calles de Brindis disfrazado de frailecito. Después del hábito, vino la santa manía de predicar, primero a sus amigos, y más tarde a todo el mundo, dando así los primeros pasos en el oficio que iba a ser el más brillante de toda su vida. Gustaba de oír en la catedral a los mejores oradores; y luego les remedaba en la calle, copiando sus gestos, sus inflexiones de voz, y hasta sus frases que una facilísima memoria le hacía retener con admirable exactitud.

Los Padres Conventuales no podían desprenderse de aquel niño angelical que parecía un San Pablo en miniatura; y frecuentemente le obligaban a predicar en el coro del convento, mirándole embelesados y conmovidos, llorando de dulcísima emoción ante aquel formidable orador de seis años. Un día invitaron al Arzobispo de Brindis para que asistiera a uno de los sermones; y el prelado aceptó gustoso, y se escondió en el coro de manera que el niño no pudiera turbarse al sospechar su presencia. Debió de ser tan elocuente y tan docto el sermón, que el Arzobispo vio claramente al Espíritu de Dios hablando por aquella boca infantil. Abrazó al niño, y le permitió que un día predicase públicamente en la catedral de Brindis.

Fue cosa de ver al niño predicador encaminarse a la imponente catedral, acompañado de dos reverendos Padres Conventuales que eran sus maestros, sus ángeles guardianes, y también sus discípulos y admiradores

Sus padres conventuales cuidaron de él, el niño crecía en edad, en sabiduría y en virtud delante de Dios y de los hombres.

Un día vio a dos religiosos Capuchinos, y se le fueron los ojos y el alma en pos de los humildes monjes. Jamás había visto hombres de tan celestial continente. Aquellos sayales castaños y pobres, como de antiguos ermitaños; aquel cíngulo con que se ceñían; aquellas barbas majestuosas y cándidas, como las de los grandes profetas; aquellos pies descalzos, que parecían hollar todas las vanidades; y aquellos ojos de humildad y de pureza, fueron para el joven estudiante el colmo de la perfección y el modelo de la santidad. Y después, en sus frecuentes visitas al pobre convento, creyó que aquel era el palacio de la virtud, el castillo de Cristo, su vivienda y su cielo.

Poco tiempo después, en el convento de Verona, un novicio de dieciséis años cambiaba su ilustre nombre, Julio César Rossi, por el de fray Lorenzo de Brindis, y los finos vestidos de seda por el grueso sayal capuchino.

Antes de admitirle, el padre provincial le hizo ver las dificultades y asperezas de la vida religiosa, el total abandono del mundo, la pobreza y la mortificación; y le mostró una de las celdas del noviciado en la que no había más lujos que una cama de tablas, el breviario, las disciplinas y una imagen de Cristo. El joven contestó a todas las objeciones: «Padre, me parece que nada me será difícil si puedo tener en la celda un crucifijo»



Los fervores del novicio fueron cosa insólita aun entre los santos religiosos de aquella casa; y así se convirtió fray Lorenzo, de simple aprendiz, en maestro consumado de oración, de penitencia y de espíritu franciscano.

Graves fueron las cavilaciones de los padres cuando, al cumplir el joven su año de noviciado, cayó gravemente enfermo: unos decían que aquello era la voz de Dios que quería que fray Lorenzo se santificara en el mundo y no en el claustro; otros pensaban que no era posible privar a la Orden Capuchina de una lumbrera de tal magnitud. Se resolvió esperar un mes para darle la profesión o negársela. En pocos días, gracias a las fervientes plegarias del enfermo, las dolencias desaparecieron, y el novicio hizo su profesión religiosa con más alegría que si hubiese conquistado el mundo.

En Padua empezó el estudio de la filosofía y de las lenguas más importantes. Dícese que se aprendió de memoria toda la Biblia, y la citaba aun en las conversaciones ordinarias con puntualísima precisión. Él mismo afirmaba que si los Libros Sagrados se perdieran, podría, con el auxilio de Dios, volver a escribirlos exactamente en hebreo.

En filología fue un caso excepcional: alcanzó a dominar, con absoluta perfección de acento, giros y modismos, las lenguas francesa, italiana, alemana, española, hebrea, griega y caldea y otras. Los judíos que le oyeron hablar le creían hebreo, y aseguraban que se expresaba con más elegancia y corrección que los mismos rabinos 

Tenía tal memoria que se dijo de él: «Nunca olvidó lo que una vez leyó». A este propósito se cuenta una anécdota graciosa. Había por aquel tiempo en Venecia un famoso predicador dominico, el P. Eberto, muy amigo del padre guardián de los capuchinos. Éste quiso hacer un día una broma a su elocuente amigo. Mandó a fray Lorenzo que fuese a oír un sermón del P. Eberto, y que después escribiese lo que hubiere oído. Obedeció el joven, y escribió todo el sermón al pie de la letra, sin faltar punto ni coma. El padre guardián tomó las cuartillas y se las mandó al P. Eberto con una esquela que decía: «Amigo, tenga cuidado con lo que predica como cosa propia; ya ve que todo estaba escrito por otra mano». El predicador no podía dar crédito a sus ojos cuando leyó las cuartillas, pues el sermón que acaba de predicar era completamente original, sin plagios ni usurpaciones. Pero su asombro fue aún mayor cuando supo lo que había ocurrido; fue al convento de capuchinos y pidió, con gran interés, ver a fray Lorenzo, de cuya cultura y piedad quedó admirado hasta el extremo. 



Las cualidades y virtudes del joven religioso pronto traspasaron los muros de su convento y llegaron a oídos del General de la Orden, el cual le nombró predicador antes de que terminase sus estudios y se ordenase de sacerdote. Fray Lorenzo hubo de aceptar humildemente el cargo, y predicó dos cuaresmas en San Juan de Venecia, y más tarde, en Verona, Padua, Nápoles, Génova, Mantua y otras importantes ciudades de Italia. Los pueblos iban tras él, y casi siempre las mayores iglesias eran insuficientes para contener al público; había que llevar el púlpito a la plaza o colocarlo en medio del campo.

La fama del capuchino llegó también a los augustos oídos del Papa Clemente VIII. El Pontífice le llamó a Roma y le dio el expreso encargo de predicar a los judíos de la Ciudad Eterna. Fray Lorenzo, ante la magnitud e importancia de la difícil misión que se le confiaba, redobló sus oraciones y ayunos, y comenzó inmediatamente su apostolado. Penetró en los tugurios, en los comercios, en las buhardillas y en las sinagogas de los hebreos, inflamado de celo y de caridad, y empezaba siempre sus pláticas con el saludo consabido: «Mis queridos hermanos». Los judíos, al oír este desacostumbrado título de fraternidad, al ver su cariñosa solicitud, al escuchar aquel irreprochable lenguaje de su raza, le cobraron tal simpatía que por todas partes le llamaban «nuestro querido predicador». Y las ovejas dispersas de Israel volvían en gran número al redil amoroso del Buen Pastor

En 1602, San Lorenzo de Brindis fue elegido General de toda la Orden capuchina, y dedicó sus indomables energías a fomentar el genuino espíritu franciscano en las numerosas provincias que visitó personalmente, con un celo impetuoso que, a veces, le acarreó serios disgustos.

Recorrió Italia, Suiza, Alemania, Francia, Bélgica y España, caminando siempre a pie, a pesar de sus fuertes dolores reumáticos que no le dejaban un momento de reposo. Donde quiera que llegaba el santo capuchino, los pueblos le recibían en triunfo, corrían a oír sus sermones, le traían los enfermos para que los bendijera, y aun los herejes e incrédulos se postraban a su paso.

Pero nuestro admirable santo no es solamente un hábil diplomático; sobre todas las cosas, es un apóstol de Cristo y un hijo de San Francisco de Asís. En España, con una rapidez increíble, pone los fundamentos de la provincia capuchina de Castilla, consiguiendo un convento en Madrid y otro en los dominios reales de «El Pardo». Felipe III accede gustoso a todas las insinuaciones del padre Lorenzo, gracias a la entusiasta apología que del capuchino hace la reina, la grande y piadosa Margarita de Austria, que le había tratado en su juventud y había recibido sus preciosos consejos y su experta dirección espiritual.

Indudablemente, la figura de San Lorenzo de Brindis es una de las más interesantes que nos presenta la historia del siglo en que vivió. Pero todavía no hemos dicho todo. Hay que recordar que esa vida de continuo ir y venir, sin perder un punto la tranquila serenidad del espíritu ni la perfecta unión del alma con Dios, estuvo en constante producción literaria y científica. Su pluma es un milagro de fecundidad; no acertamos a comprender cómo aquel infatigable viajero, lleno de preocupaciones espirituales y políticas, pudo llenar tantas y tan sesudas páginas que hoy son la admiración de teólogos y apologistas.

En 1959 fue declarado "Doctor de la Iglesia", por el Sumo Pontífice Juan XXIII. Y es que dejó escritos 15 volúmenes de enseñanzas, y entre ellos 800 sermones muy sabios. En Sagrada Escritura era un verdadero especialista. 


Las obras del santo pueden dividirse en cuatro clases:

1. Obras de predicación: son las más numerosas. Contienen sermones de cuaresma, de adviento, homilías dominicales; el Santoral, con una nutrida serie de panegíricos para las fiestas y el común de varios santos. El Marial con una colección riquísima de sermones sobre la Salve, el Magníficat, el Ave María y festividades de la Virgen.

2. Obras escriturísticas: la Explanatio in Genesim con la exposición de los once primeros capítulos del Génesis; De numeris amorosis que es un opúsculo sobre el significado místico y cabalístico del nombre hebreo de Dios.

3. Una obra de controversia religiosa: Lutheranismi hypotyposis, compuesta entre 1607 y 1609.

4. Escritos de carácter personal y autobiográfico: el opúsculo De rebus Austriae et Bohemiae, redactado por orden de los superiores, narra las peripecias que vivió en tierras alemanas entre 1599 y 1612. Y un grupo de cartas.

Se ha hablado mucho sobre el valor de cada una de estas obras, y no es fácil formular una valoración exhaustiva. Lo cierto es que las obras principales son el Mariale, la Explanatio in Genesim y la Lutheranismi hypotyposis.

El 22 de julio de 1619, fecha en que cumplía 60 años de edad, murió aquel hombre extraordinario, una de las personalidades más complejas y más admirables que ha visto la humanidad.

Su cadáver fue llevado al convento de Clarisas descalzas de la Anunciada de Villafranca del Bierzo, donde actualmente reposa. «A su muerte, toda Europa gimió. El rey de España aseguraba haber sentido esa desgracia tanto como la muerte de su propio padre. El Papa y los cardenales lloraron al recibir la dolorosa noticia». La fama de santidad del gran capuchino fue creciendo por toda Europa y se confirmó con numerosos prodigios. Fue beatificado por Pío VI en 1783, y canonizado por León XIII en 1881.


El biógrafo de San Lorenzo, padre Ajofrín, hace en su obra este retrato de nuestro héroe: «Desde joven empezó a ser de corpulenta estatura, de suerte que, ya grande, descollaba sobre todos en cualquiera concurso. Su rostro, apacible y grave; el color era por lo regular entre blanco y encarnado; pero en los últimos años inclinaba a pálido por el rigor de sus austeridades y continuos trabajos; sus ojos negros, rasgados y majestuosos; la frente despejada; el cabello negro, aunque en la ancianidad tiraba a cano. Era cuasi calvo, pero con perfección; la barba muy poblada y larga, entre cana y roja; la nariz aguileña y proporcionada... Se puede decir de este Pasmo de la Gracia lo que de Catón se celebraba: "Que ni de siete años era niño, ni de setenta viejo"».


                                

Oh Dios, que para gloria de tu nombre y salvación de las almas otorgaste a san Lorenzo de Brindisi espíritu de consejo y fortaleza, concédenos llegar a conocer, con ese mismo espíritu, las cosas que debemos realizar y la gracia de llevarlas a la práctica después de conocerlas. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.



Amén.







Autor: Andrea Morales - Representante de la PJ Decanal - Dk9

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